miércoles, 4 de abril de 2012

MITO: LA CÓLERA DE AQUILES. LECTURA 1º AÑO

La cólera de Aquiles


Diez años... ¡Pronto se cumplirán diez años desde que los griegos, bajo el mando de Agamenón, iniciaron el sitio a la ciudad de Troya! De todos los combatientes, Aquiles es el más valiente. Na­da más normal: ¡su padre desciende de Zeus en persona y su madre, la diosa Tetis, tiene por antepasado al dios del océano!
Pero esa noche, el valiente Aquiles regresa extenuado y desani­mado: Troya parece imposible de tomar y, para colmo, la peste, que se ha declarado hace poco, ataca sin perdón a los griegos.
Cuando entra en su tienda, ve a su mejor amigo, Patroclo, que lo está esperando.
—¡Ah, fiel Patroclo! —exclama abriendo sus brazos—. Ni siquie­ra te vi en el fuego de la batalla... Espera: voy a saludar a Briseida y soy todo tuyo.
Briseida es una esclava troyana de la que Aquiles se apoderó, después del asalto de la semana anterior, tras el reparto habitual del botín. La joven prisionera le había lanzado una mirada supli­cante, y Aquiles sucumbió ante su encanto. Briseida misma no parecía indiferente a su nuevo amo.
Aquiles aparta la cortina, pero la habitación de Briseida está vacía. ¿Acaso la bella esclava huyó? Imposible: Briseida lo ama, Aquiles pondría las manos en el fuego. ¡Y, además, los griegos es­tán rodeando los muros de la ciudad! Confuso, Patroclo da un paso hacia su amigo:
—¡Y sí, Briseida ha partido, Aquiles! Venía a avisarte. Agame­nón, nuestro rey, ha ordenado que la tomaran...
—¿Cómo? ¿Se ha atrevido?
Empalidece y aprieta los puños. Aquiles tiene grandes cualidades: es, lejos, el guerrero más peleador y más rápido. ¿No lo han apodado Aquiles de pies ligeros? ¡Sin su presencia, los griegos tendrían que haber abandonado el sitio cien veces y deberían haber regresado a su patria! Por otra parte, un oráculo predijo que la guerra de Troya no podría ser ganada sin él... Pero tiene también algunos defectos: es impulsivo, colérico, muy, muy susceptible.
—Déjame explicarte —dijo Patroclo en tono conciliador—, ¿Te acuerdas de Criseida?
—¿Quieres hablar de la esclava con que Agamenón se quedó cuando distribuimos el botín?
—Ella misma. El padre de Criseida, un sacerdote, quiso recuperar a su hija. A pesar del enorme rescate que ofreció, Agamenón se ha negado.
—¡Ha hecho bien!
—El problema —prosiguió Patroclo suspirando—, es que ese sacerdote, para vengarse, ha suscitado sobre nosotros la cólera Apolo. ¡Esa es la razón de la peste que diezma a nuestras filas! Va a cesar, pues Agamenón entregó a Criseida a su padre esta mañana. Pero el rey quiso reemplazar a su esclava perdida. Y ordenó que vinieran a buscar a Briseida.
Lejos de calmar a Aquiles, esta explicación aumenta su cólera. Apartando a su amigo Patroclo, se precipita fuera de la tienda, en unos pocos pasos, alcanza el campamento del rey. Se encuentran allí todos los reyes de las islas y de las ciudades de Grecia. Aquiles empuja a Menelao, a Ulises y a tres soldados que no se apartan lo bastante rápido.
—¡Agamenón! —clama plantándose ante él con las piernas separadas—. ¡Esta vez es demasiado! ¿Con qué derecho me quitas esclava que he elegido para mí? ¿Olvidas que tú lo has hecho antes que yo? ¿Y que, además de Criseida, te has atribuido un botín diez veces mayor del que dejaste a tus más prestigiosos guerreros?
Un anciano de larga barba blanca se interpone. Es Calcante, el adivino.
—Aquiles —murmura—, yo recomendé al rey devolver a Criseida. Los oráculos son implacables: ¡era la única manera de calmar n Apolo y de terminar con la peste que nos diezma!
—No pongo en duda tu oráculo, Calcante —masculla Aquiles—. ¿Pero por qué Agamenón me ha sacado a Briseida? Después de cada combate, siempre sucede lo mismo: ¡el rey se sirve primero, y a sus anchas! ¡No deja más que cosas sin valor a los que com­baten en la primera línea!
Agamenón empalidece. Dominando su irritación, saca pecho y lanza a su mejor soldado:
—¿Olvidas, Aquiles, que le estás hablando a tu rey?
—¡Un rey! ¿Eres digno de eso, Agamenón, que no sabes más que dar órdenes y apartarte de los combates? Es sobre todo des­pués de la batalla cuando te vemos, ¡para el reparto del botín!
—¡Me estás insultando, Aquiles!
—No. ¡Tú me has ofendido robándome a Briseida! ¡Exijo que me devuelvas a esa esclava, me corresponde por derecho!
—¡De ninguna manera! ¿Te atreverías a desafiar a tu rey, Aquiles?
Agamenón no tiene tiempo de terminar la frase: Aquiles saca su espada... cuando se le aparece la diosa Atenea.
—¡Cálmate, ardiente Aquiles! —le murmura en tono conciliador—. Tienes otros medios para vengarte del rey sin matarlo, créeme.
La visión se desvanece. Aquiles, que es el único que ha visto a la diosa, guarda su espada.
—¡Bien! —decide con voz firme—. Quédate con Briseida. Pero sabe que, a partir de ahora, no me involucraré más en los com­bates. Después de todo, ¿qué me importa esa famosa Helena que Paris ha secuestrado a tu hermano? ¡Los troyanos nunca me han hecho nada a mí!
Y delante de Menelao, esposo de Helena, que le arroja una mirada estupefacta a Agamenón, Aquiles gira los talones y se va.
Una vez en su tienda, no puede contener las lágrimas. Sí: Aquiles llora, tanto de despecho como de rabia. Pues a la pérdida de Briseida se suma la humillación de haber sido desposeído de ella delante de todos sus compañeros. ¡Eso no puede perdonárselo al rey!



Al día siguiente, por la noche, Patroclo se dirige a visitar Aquiles que, en todo el día, no se movió de su tienda: tiene ma­la cara.
—Estoy extenuado —suspira el amigo de Aquiles desplomándose sobre una silla—. Hoy perdimos muchos hombres. ¡Tu valor nos ha hecho mucha falta! Cuando los troyanos constataron que tú no participabas en el combate, su ardor recrudeció.
Aquiles no responde. Para que la ciudad de Troya sea tomada todos saben que su presencia o su acción son indispensables. Espera que Agamenón, privado de su mejor guerrero, termine por devolverle a Briseida. ¿Y quién sabe si hasta viene a suplicarle que se reintegre en el combate?
Pero Aquiles se acuerda también de una predicción funesta: el adivino Calcante le ha revelado a su madre que, si se dirigía a Troya, ¡moriría allí poco tiempo después que Héctor, hijo de Príamo y el más célebre de los guerreros troyanos! Para desviar el destino, Tetis, la madre de Aquiles, usó miles de artimañas: para volverle inmortal, hundió a su hijo en la laguna Estigia. Pero no pudo sumergirlo totalmente y el talón por el cual lo sostenía quedó como el único punto vulnerable de su cuerpo. Luego, Tetis disfrazó a su hijo de mujer y lo envió a la isla de Esciro para protegerlo. Pero Ulises logró encontrar a Aquiles y conducirlo hasta Troya.
—¡Ah, Patroclo! —suspira Aquiles—. ¿Qué vine a hacer aquí? ¡Cómo me arrepiento de no haberme quedado en Tesalia! En mi patria habría podido llevar la vida tranquila de un boyero...
A la semana siguiente, Patroclo entra lleno de alegría en tienda de Aquiles para anunciarle:
—¡Listo! ¡Se aproxima el fin de la guerra! ¡Paris y Menelao van a enfrentarse mañana en un combate singular! ¡El que gane quedará con Helena y el campamento del perdedor deberá someterse a las leyes del vencedor!
—¿Por qué no? —gruñe Aquiles, tan sorprendido como de­cepcionado.
En efecto, su chantaje queda así malogrado. Si el oráculo ha dicho la verdad, ¡la derrota de los griegos es segura! Sin embargo, a la noche siguiente, clamores, gritos y el ruido de las espadas em­pujan a Aquiles a dejar su tienda: ante los muros de Troya, los ejércitos enemigos se enfrentan con ensañamiento.
—El duelo fue postergado —explica Patroclo—. ¡Esos troyanos traidores rompieron la tregua y la guerra ha recomenzado!
En ese instante llega otro guerrero griego. Al reconocer a Ulises, Aquiles se levanta para saludarlo.
—Entra, amigo mío —le dice—. Me disponía a cenar. ¡Antes de revelarme qué te trae aquí, ven a compartir un poco de carne y vino!
Aquiles admira a Ulises, pero aprendió a desconfiar de él, pues ese héroe, célebre por sus engaños, no vino con toda seguridad a hacerle una visita de cortesía. Una vez terminada la cena, Ulises declara:
—El rey me envía ante ti para invitarte a retomar el combate...
—¡De ninguna manera! —responde Aquiles, bostezando mien­tras se tira en su cama.
—No seas obstinado. Agamenón por fin pide perdón: acepta devolverte a Briseida. A eso le suma diez talentos de oro, doce caballos, siete esclavos y se compromete, si Troya es tomada, a dejarte cargar de oro todas tus naves. ¿Qué dices?
—Demasiado tarde, Ulises, es inútil: ya no quiero pelear.
Uniendo el gesto a la palabra, Aquiles da la espalda a su visita.
—Sí —explica Patroclo, suspirando—, su cólera no se ha calma­do. Aquiles ha decidido poner mala cara.



Algunos días más tarde, Patroclo tiene una cara tan triste que, al entrar en la tienda de Aquiles, éste le pregunta:
—¿Tan malas son acaso las noticias?
—¡Sí! ¿No oyes los estertores de nuestros guerreros agonizando a algunos pasos de aquí? Ay, vamos a perder la guerra. Oh, Aquiles —agrega Patroclo señalando, en un rincón de la tienda, la armadura y el casco de su amigo—, ¿me autorizarías a combatir hoy portando tus armas?
—¡Por supuesto! Lo que es mío te pertenece. ¿Pero por qué?
—Así vestido, sembraré el terror entre los troyanos: al ver tu armadura, creerán que has retomado el combate.
—Ve... ¡pero te ruego que seas prudente! —responde Aquiles mientras abraza a su amigo.
Durante la tarde, la larga siesta del héroe es interrumpida: un guerrero griego entra en su tienda. Está exhausto y anegado en lágrimas.
—¡Aquiles! —gime—. ¡La desgracia se abatió sobre nosotros! ¡Patroclo ha muerto! ¡Héctor, el más intrépido de los troyanos, lo atravesó con su lanza! Incluso, lo ha despojado de tu armadura. Nuestros enemigos se disputan su cuerpo.
Con estas palabras, Aquiles se levanta para gritar a los dioses su dolor. Se mesa los cabellos, rueda por el suelo y se cubre el rostro con tierra. Solloza a la vez que gime:
—¡Patroclo, mi hermano, mi único amigo de verdad!
Muerto. Patroclo ha muerto. El sufrimiento que experimenta Aquiles duplica su cólera; desvía entonces su furor:
—¡Maldito Héctor! ¿Dónde está? Ah, Patroclo, ¡Juro vengarme. No asistiré a tus funerales sin antes haber matado a Héctor con mis propias manos!
Loco de dolor, Aquiles se arma de prisa y se precipita fuera de su tienda. Marcha hacia los muros de la ciudad sitiada y lanza tres veces un grito tan furioso que los troyanos, estupefactos, tiemblan de espanto en las murallas. Los caballos mismos relinchan de terror. Muy rápidamente, los griegos aprovechan esta confusión: alcanzan a tomar el cuerpo de Patroclo mientras Aquiles arroja sobre una docena de enemigos a los que ensarta. Cuando sucumbe el número trece, oye, cerca de sí, una voz que gime:
—Polidoro... ¡Acabas de matar a mi hermano Polidoro!
Aquiles se da vuelta hacia el troyano que se lamenta: ¡es Héctor en persona! Por un segundo, los dos campeones se enfrentan con la mirada. Y la predicción, una última vez, aflora en la cabeza de Aquiles: "Morirás poco después que Héctor". Así, vengando a Patroclo, Aquiles apurará su propio fin. ¡No importa! ¡Con un grito de furor, ataca al asesino de su amigo, que huye!
Tres veces los adversarios dan la vuelta a la ciudad, sin detenerse más que para intercambiar terribles estocadas. Agotado, Héctor se detiene en seco. Arroja su lanza, que Aquiles evita. ¡Entonces divisa la yugular en la armadura de su enemigo, ajusta si estocada y hunde allí su espada! Héctor, con la garganta atravesada, se derrumba y expira.
Desoyendo los gritos de desesperación de los troyanos que siguieron el combate desde las murallas de la ciudad, Aquiles despoja al cadáver de su armadura. Ata a Héctor por los pies un carro, da un latigazo a los caballos y, tres veces, da la vuelta a la ciudad arrastrando el cuerpo por el polvo. Luego lo abandona en el suelo, cerca de su tienda.
—¡Que sea presa de los buitres y de los chacales! —ordena.
Abandonado el cadáver sin sepultura, el alma del difunto no tendrá nunca reposo. El héroe se vuelve entonces hacia el cuerpo de Patroclo que los griegos, mientras tanto, han colocado en una pira1 fúnebre.
—¡Ahora, vete, Patroclo! —murmura, conteniendo un sollozo ¡Alcanza en paz el reino de Hades!
He aquí Troya privada de su mejor combatiente. Pero la venganza de Aquiles es amarga, pues tiene el gusto de su propia muerte.

Durante la noche, un ruido sospechoso hace saltar a Aquiles de su cama. No tiene tiempo de tomar su espada: unas manos temblo­rosas ya están rodeando sus rodillas. ¡A la luz de la luna, el héroe, estupefacto, reconoce a Príamo, padre de Héctor! ¿Cómo logró este anciano dejar la sitiada Troya e infiltrarse hasta aquí?
—¡Aquiles! —gime Príamo—. Vengo a implorarte. Tenía cincuen­ta hijos. Casi todos han perecido en esta guerra interminable. ¡Y has matado a Héctor, mi hijo preferido! Te lo suplico, devuélve­me su cuerpo.
Frente a la desesperación y al coraje de ese anciano que se atre­ve a arrojarse a los pies de su peor enemigo, Aquiles se encuentra desconcertado.
—Te he traído regalos costosísimos —agrega Príamo, sollozando.
—Levántate —responde el héroe, emocionado hasta las lágrimas.
Entonces, dejando su tienda, va a recoger el cadáver de Héc­tor para devolvérselo él mismo a su padre, y agrega:
—Estás agotado, Príamo. Ven, pues, a beber y a comer. Quéda­te aquí y duerme sin temor. Te prometo que regresarás a Troya cuando el alba, con el cuerpo de tu hijo, sin ser molestado.



La pira funeraria de Patroclo no llegará a ser encendida: al día siguiente, después de la partida de Príamo, y mientras Aquiles lanza un terrible asalto contra los muros de Troya, el raptor de Helena, Paris en persona, se desliza fuera de la ciudad, sin duda gracias a los consejos de Apolo, su dios protector. Ve a Aquiles que está corriendo y, con su arco, despide una flecha que va a cla­varse... ¡exactamente en el pie del guerrero!
Aquiles, cuyo talón está perforado, cae. Arranca la flecha, ve que la sangre sigue fluyendo y comprende que su vida se va con ella. El oráculo ha dicho la verdad.
—¡Patroclo, me reuniré contigo! —grita antes de exhalar un último suspiro.
Aquiles muere. Ahora que su destino se ha cumplido, Troya podrá caer, tal como el oráculo lo predijo. ¿Pero cómo? ¿Por medio de qué artimaña? Pues Aquiles ha muerto, y Troya sigue en pie...
Los griegos disputaron a los troyanos el cadáver del gran Aquiles y lo condujeron a su tienda. La bella Briseida inundó de lágrimas el cuerpo de un amo que no tuvo tiempo de querer. Ella misma encendió la pira sobre la que yacían los cadáveres de los dos fieles amigos. Como lo requería la costumbre, cortó las largas trenzas de su cabello para arrojarlas entre las llamas.
Una vez que las cenizas de Aquiles, mezcladas con las de Patroclo, fueron recogidas, los griegos las encerraron en una misma urna, que enterraron en la cima de una colina.



Hoy, los pasajeros de los navíos que atraviesan el antiguo Helesponto pueden, todavía, ver esta colina2. La urna ya no existe y las cenizas, desde hace mucho tiempo, se han mezclado con ruinas de Troya... Una ciudad que el poeta Homero llamaba Ilión, y que Ulises habría de tomar por medio de una asombrosa artimaña.


Este es el tema principal de La Ilíada. Siglos después, Aquiles y Ulises reaparecerán en la célebre obra de Dante Alighieri La Divina Comedia.




1 Una pira era una hoguera donde se quemaban los cadáveres.
2 En la actualidad, es el estrecho de los Dardanelos, que une el mar Egeo con el mar de Mármara

lunes, 2 de abril de 2012

MITO: PENÉLOPE Y ULISES,LECTURA 1° AÑO


Penélope y Ulises


Dando la espalda a la multitud que formaban sus preten­dientes reunidos, Penélope tejía, con la mirada perdida en el mar. A veces, un largo suspiro se escapaba de su pecho. Pensa­ba en Ulises, su esposo, que había partido veinte años atrás, y se sorprendía a veces diciendo:
—Dime, ¿cuándo volverás...?
A menudo, se dirigía así al que seguía amando, prolongando indefinidamente el eco de su presencia.
—¡Penélope —le dijo de pronto Eurímaco—, debes elegir a uno de nosotros! A esta altura, Ulises debe estar muerto, lo sabes perfectamente.
Penélope no creía ni una palabra. Diez años antes, se había enterado de que, gracias a la astucia de su marido, la ciudad de Troya, por fin, había sido tomada y devastada.
Pero a sus ojos, no habría verdadera victoria hasta el regreso de su marido.
—¡Ítaca precisa un rey! ¿Cuándo te decidirás a volver a casarte?
—¿Debo repetírtelo, Eurímaco? —respondió suavemente—. Me casaré recién cuando haya terminado mi labor.
—¡Hace tres años que estás tejiendo esa mortaja! —refunfuñó Antínoo, otro príncipe de la isla—. ¡Me parece que tejes de mane­ra muy lenta!
Tejer una mortaja era un trabajo sagrado. Además, ésta estaba destinada a Laertes, padre de Ulises, que era muy anciano.
Pérfido, Eurímaco agregó:
—Sí, tu labor avanza mal, Penélope. Según mi parecer, deberías apurarte, pues los días de Laertes están contados.
Penélope se estremeció sin atreverse a replicar. Día a día, los pretendientes al trono se inquietaban. En cuanto a su hijo Telémaco, había partido en busca de su padre. Sola, Penélope tenía cada vez mayor dificultad en contener la impaciencia de todos esos nobles que querían desposarla para tomar el poder. Fiel a Ulises, la reina había perdido la juventud, pero no las esperanzas. Se retiró a sus aposentos sin dirigir siquiera una mirada hacia esos hombres codiciosos.



El alba estaba aún lejos cuando Penélope se levantó. Dejó su dormitorio con pasos sigilosos y llegó a la gran sala del palacio. Acercándose a la mortaja, tiró del hilo que sobresalía y comenzó a destejer lo que había hecho el día anterior. Esta es la razón por la cual su labor no avanzaba: ¡desde hacía muchos meses, Penélo­pe deshacía cada noche el trabajo de todo el día!
De repente oyó un ruido, se dio vuelta y reconoció a una sirvienta que, asombrada, observaba la maniobra de su ama.
—¡Espera! —exclamó Penélope—. ¡No te vayas, voy a explicarte!;
Pero la muchacha había desaparecido. Y cuando Penélope, a la mañana, entró en la sala del palacio, fue recibida por cien miradas severas o burlonas. Furioso, Eurímaco exclamó:
—Penélope, ¡has estado burlándote de nosotros! ¡Tu sirvienta nos explicó la estratagema! —agregó, señalando la mortaja—. Esta vez, ya no te escaparás por medio de una traición. ¡Hoy te casarás con uno de nosotros!
En un rincón de la habitación, varios pretendientes se hallaban cómodamente sentados. Otros habían traído toneles y habían comenzado a beber el vino del rey. Los más atrevidos ya daban órdenes a los domésticos como si el palacio les perteneciera. Penélope comprendió que estaba perdida: si no elegía un marido, esos nobles iban a enfrentarse y a vaciar el palacio. Entre ellos, Eurímaco, el más rico y poderoso, tenía la arrogancia del que está seguro de ser elegido.
            Ah, Ulises —murmuró Penélope desesperada—, ¿cuándo volverás?
—Pronto —le susurró al oído una voz familiar.
El muchacho que acababa de unirse a la reina no era Ulises... ¡sino Telémaco! Su hijo único estaba por fin ahí. Penélope se arrojó a sus brazos. Los pretendientes permanecieron un mo­mento desconcertados por esa irrupción inesperada. El hijo de Ulises había crecido en fuerza y en belleza; su regreso contraria­ba los proyectos de cien pretendientes. Pero Eurímaco, lleno de altanería, dijo:
—Y bien, Telémaco, ¿has encontrado a tu padre?
—No. Pero estoy seguro de que está vivo. Y sé que estará aquí dentro de poco.
—Vaya —agregó Antínoo observando a Telémaco—, tienes pelo en el mentón, ahora... ¿Qué dices, Penélope?
La madre de Telémaco aprobó temblando. Todos sabían que antes de partir, Ulises había dicho a su mujer: "Si no vuelvo, es­pera para casarte otra vez a que nuestro hijo tenga barba".
Esta vez, Penélope no tenía más razones para retroceder. Pero elegir un protector le resultaba odioso. Y entre esos hombres que detestaba, ninguno era mejor que otro. Cuando estaba por con­testar, un sirviente y un mendigo se presentaron:
—¡Eumeo! —exclamó Penélope sonriendo—. Entra, ¡eres bienvenido!
Eumeo era el porquerizo del palacio. Se inclinó y señaló al hombre que lo acompañaba. Era un mendigo harapiento, mayor y aún más sucio que él.
—Gran reina —dijo Eumeo—, este viajero pide hospitalidad.
—Ven, buen hombre —dijo Penélope extendiéndole la mano al desconocido—. Come, bebe y descansa: en mi palacio estás en tu casa.
—Este palacio —interrumpió Eurímaco— pertenecerá a partir de ahora al hombre con el que te cases. ¡Ahora te instamos a elegirlo!
Los cien pretendientes reunidos aprobaron, amenazadores. Y mientras se retomaba la conversación, a Penélope le intrigaba el comportamiento del viejo perro de su esposo: el animal, que hoy estaba ciego y casi inválido, había dejado a rastras su rincón, cerca­no al trono vacío del rey; cuando llegó a los pies del mendigo, alzó la cabeza, gimió con debilidad y lamió las manos del viajero, que lo estaba acariciando. Después de eso, el perro, que parecía sonreír, ex­haló su último suspiro, acurrucado en los brazos de aquel.
—¡Maldito pulgoso, sal de aquí! —le espetó Eurímaco.
—No —ordenó Penélope, asaltada por un presentimiento—. Euriclea, trae una vasija con agua tibia y lávale los pies a nues­tro huésped.
Euriclea era la sirvienta más anciana del palacio. Había sido la nodriza de Ulises. Se apresuró a obedecer a su ama, que no hacía más que respetar las tradiciones de la hospitalidad.
Antes de ir a sentarse, el mendigo se inclinó al oído de Pené­lope para susurrarle:
—¡Di que te casarás con aquel que sepa tensar el arco de tu esposo!
Estupefacta, Penélope miró al desconocido junto al que Euriclea se afanaba. No, era demasiado viejo y demasiado feo para ser su marido disfrazado. Sin embargo, ese era su estilo, introducirse de incógnito para confundir a sus enemigos.
Alzando nuevamente la cabeza, Penélope, perturbada, repitió palabra por palabra:
—De acuerdo: me casaré... ¡con el que sepa tensar el arco de mi esposo!
Sorprendidos, los pretendientes se consultaron con la mirada. El primero, Eurímaco, reaccionó:
—¿Nos lanzas un desafío? ¿Y si veinte de nosotros lo lograran?
—En tal caso —replicó Telémaco—, mi madre organizaría un concurso de tiro y se casaría con el vencedor.
Penélope miró a su hijo. No estaba en su carácter tomar inicia­tivas tales. La ausencia y la experiencia, sin duda, lo habían hecho madurar. En ese instante, la vieja nodriza de Ulises dio un grito; acababa de descubrir una cicatriz en la rodilla del mendigo.
—Oh, es una vieja herida —dijo este—, ya no me duele.
Telémaco ya estaba regresando con el enorme arco de su pa­dre y varias aljabas llenas de flechas. Iba acompañado por Filecio, un fiel servidor que cargaba una docena de hachas.
—¡Seré el primero en probarlo! —decretó Eurímaco.
Tomó la cuerda y la tensó tan fuerte, que su rostro enrojeció.
—No insistas —se burló Antínoo—. ¡La madera ni siquiera se ha doblado!
Tomó a su vez el arco y trató de tensarlo. Sin éxito.
—Dámelo —dijo otro pretendiente empujando a sus compañeros.
Fracasó como los dos primeros. Pasaron las horas. Y cuando cayó la noche, ninguno había podido lanzar una flecha. Fue en­tonces cuando se alzó la voz del viejo mendigo:
—¿Tal vez hay que ablandar ese arco? ¿Me permiten?
Antes de que alguno pensara en interponerse, Telémaco exten­dió el arma al desconocido y empujó a Penélope hacia la puerta.
—Madre —le murmuró—, será mejor que partas.
Quiso protestar. Pero con una señal de su hijo, Filecio la obligó a dejar la sala; una vez afuera, Penélope oyó que trababan la puerta. Pensativa, regresó a sus aposentos. De repente, vio en la habitación de su hijo decenas de espadas y de lanzas apiladas.
—Pero... ¡son las armas de mis pretendientes! ¿Quién ha orde­nado que las junten aquí? ¿Y por qué?
Provenientes de la sala del palacio, un inmenso clamor y gri­tos de espanto le respondieron. Entonces, una loca esperanza invadió su corazón...
¡Delante de los pretendientes anonadados, el viejo mendigo acababa de tensar, sin esfuerzo, el gran arco de Ulises! Aprove­chando su sorpresa, Telémaco, por su parte, había fijado en forma de estrella las doce hachas en el muro, superponiendo los agujeros que perforaban el extremo de cada mango. El ori­ficio único que ofrecían se había vuelto así el centro de un pe­queño blanco.
Telémaco exclamó:
—¡Recuerden! ¡Sólo mi padre podía tensar su arco! ¡Y nadie más que él pudo nunca alcanzar un objetivo tan pequeño!
Sin turbarse, el mendigo apuntó... y tiró. La flecha atravesó la estancia y fue a clavarse en el centro del blanco. Surgió un grito, que se multiplicó, en el que se adivinaban el estupor y el temor:
—¡Es Ulises!
—No puede sino ser él. Sin embargo, ¡es imposible!
Entonces, el mendigo se arrancó los harapos de una vez.
—¡Sí! —tronó—. Soy yo, Ulises, ¡el amo de esta isla y de este palacio! Esta mañana, los feacios me han dejado en la playa de Ítaca. Y gracias a Atenea, que supo envejecerme y disfrazarme, helos aquí a ustedes engañados. ¿Codiciaban a mi esposa? ¿Bus­caban suplantarme?
—¿Quién te contó esas mentiras? —dijo Eurímaco, haciendo muecas.
—¡Eumeo, mi fiel porquerizo! Sin reconocerme, me ha recibi­do. Gracias a él, supe del engaño que tramaban. Con su ayuda y la de mi hijo, ninguno de ustedes se me escapará.
Eurímaco hizo un gesto para huir. Pero el bravo Filecio cuidaba la puerta, que estaba trabada. Antínoo, por su parte, quiso tomar su espada. Pero al igual que los otros pretendientes, comprendió que estaba desarmado. Entonces, se lanzó hacia las hachas. Una flecha le atravesó la garganta y lo detuvo en su impulso. Ulises ya estaba apuntando a otro, mientras gritaba:
—¡Telémaco, Filecio, Eumeo... apártense!

           A la noche, Penélope se sobresaltó: había un desconocido en el umbral de su habitación. Se levantó, se acercó al hombre e intentó identificarlo a la luz de la luna.
—Bien, Penélope —murmuró—, ¿no me reconoces?
Temblando de pies a cabeza, no se animaba a comprender. El viajero iba acompañado por Telémaco y Euriclea.
—¡Es él, ama! —le aseguró la nodriza en un sollozo.
—Es él —le confirmó Telémaco—. ¿Madre, aún dudas?
Dudaba. No quería creer en esa felicidad demasiado grande que barría de golpe tantas tristezas acumuladas.
—Vaya —susurró Ulises, con un nudo en la garganta—, sólo dos se­res me han reconocido: mi perro, que me esperó para morir; y mi nodriza, que identificó la herida de la rodilla que antaño me hizo un jabalí. ¿Pero tú, Penélope, mi propia esposa, no me reconoces?
No. Ese Ulises que había surgido hoy le parecía más extraño que el fantasma familiar con el cual conversaba y cuyo recuerdo había cultivado.
—¡Atenea, ilumíname! —imploró.
La diosa lo oyó: de un golpe, Ulises fue vestido con un rico manto, y su rostro cobró el brillo y la belleza de los héroes.
—Para probarte que no se trata de un engaño de los dioses —agregó él—, voy a darte la prueba de que soy tu esposo: ¿ves nuestro lecho? ¿Qué otra persona sino yo podría describirlo con precisión?
Lo hizo, y con tales detalles que Penélope, enseguida, se arrojó entre sus brazos.
—Ulises —balbuceaba entre lágrimas, sin dejar de palpar el rostro amado—. ¡Ulises, por fin, eres tú! Sí, has regresado...
—Veinte años más tarde —concluyó él—. Y después de cuántos viajes...
—Yo —le respondió ella—, no he salido de la isla de Ítaca. ¡Sin embargo, tengo la impresión de ser una náufraga que está errando desde hace veinte años y da por fin con tierra firme!
Se abrazaron. Telémaco y Euriclea dejaron el dormitorio en puntas de pie. Y Atenea, en su bondad, prolongó indefinidamente la noche del reencuentro de los esposos.



A la mañana, cuando volvieron a la sala del trono, ya no que­daban rastros de la masacre de la víspera. Penélope vio entonces, abandonada en un rincón, su labor inconclusa. Se acordó de los años pasados en la espera de su esposo y suspiró.
—¿Qué es? —preguntó el rey de Ítaca palpando el tejido.
—Una tela que estaba hilando... para pasar el tiempo.
Tiró del hilo. Y era como si Penélope volviera atrás, como si se borraran, acelerados, la impaciencia, la espera y los años. Pron­to no quedó nada de la labor tantas veces recomenzada. Sólo un recuerdo agudo y doloroso.
—¿Qué importa ahora? —dijo suspirando.
Sí: la mortaja del viejo Laertes podía esperar. Ulises, Penélope y él vivirían aún mucho, mucho tiempo más.