lunes, 2 de abril de 2012

MITOS: ORFEO Y EURÍDICE- FILEMON Y BAUCIS. LECTURAS 1°AÑO

 

LOS HOMBRES Y LOS DIOSES

Orfeo y Eurídice


Orfeo canta.
Canta recorriendo las praderas y los bosques de su país, Tracia. Acompaña su canto con una lira, instrumento que él perfeccionó agregándole dos cuerdas... Hoy la lira posee nue­ve cuerdas. ¡Nueve cuerdas... en homenaje a las nueve musas!
El canto de Orfeo es tan bello, que las piedras del camino se apartan para no lastimarlo, las ramas de los árboles se inclinan hacia él, y las flores se apuran a abrir sus capullos para escucharlo mejor.
De repente, Orfeo se detiene: frente a él, hay una muchacha de gran belleza. Sentada en la ribera del río Peneo, está peinan­do su larga cabellera. Pero se detiene con la llegada del viajero. Ella viste sólo una túnica ligera, al igual que las náyades que habitan las fuentes. Orfeo y la ninfa se encuentran cara a cara un instante, sorprendidos y encandilados uno por el otro.
—¿Quién eres, hermosa desconocida? —le pregunta al fin Orfeo, acercándose a ella.
—Soy Eurídice, una hamadríade.
Por el extraño y delicioso dolor que le atraviesa el corazón, Orfeo comprende que el amor que siente por esta bella ninfa es inmenso y definitivo.
—¿Y tú? —pregunta, por fin, Eurídice—. ¿Cuál es tu nombre?
—Me llamo Orfeo. Mi madre es la musa Calíope y mi padre, Apolo, ¡el dios de la Música! Soy músico y poeta.
Haciendo sonar algunos acordes en su instrumento —cuerdas tendidas en un magnífico caparazón de tortuga—, agrega:
—¿Ves esta lira? La inventé yo y la he llamado cítara.
—Lo sé. ¿Quién no ha oído hablar de ti, Orfeo?
Orfeo se hincha de orgullo. La modestia no es su fuerte. Le encanta que la ninfa conozca su fama.
—Eurídice —murmura inclinándose ante ella—, creo que Eros me ha lanzado una de sus flechas...
Eros es el dios del Amor. Halagada y encantada, Eurídice estalla en una carcajada.
—Soy sincero —insiste Orfeo—. ¡Eurídice, quiero casarme contigo!
Pero escondido entre los juncos de la ribera, hay alguien que no se ha perdido nada de la escena. Es otro hijo de Apolo: Aristeo, que es apicultor y pastor. Él también ama a Eurídice, aunque la bella ninfa siempre lo rechazó. Se muerde el puño para no gritar de celos. Y jura vengarse...



¡Hoy se casan Orfeo y Eurídice!
La fiesta está en su apogeo a orillas del río Peneo. La joven novia ha invitado a todas las hamadríades, que están bailando al son de la cítara de Orfeo. De golpe, para hacer una broma a su flamante esposo, exclama:
—¿Podrás atraparme?
Riendo, se echa a correr entre los juncos. Abandonando su cítara, Orfeo se lanza en su persecución. Pero la hierba está alta, y Eurídice es rápida. Una vez que su enamorado queda fuera de su vista, se precipita en un bosquecillo para esconderse. Allí, la apresan dos brazos vigorosos. Ella grita de sorpresa y de miedo.
—No temas —murmura una voz ronca—. Soy yo: Aristeo.
—¿Qué quieres de mí, maldito pastor? ¡Regresa con tus ovejas, tus abejas y tus colmenas!
—¿Por qué me rechazas, Eurídice?
—¡Suéltame! ¡Te desprecio! ¡Orfeo! ¡Orfeo!
—Un beso... Dame un solo beso, y te dejaré ir.
Con un ademán brusco, Eurídice se desprende del abrazo de Aristeo y regresa corriendo a la ribera del Peneo. Pero el pastor no se da por vencido y la persigue de cerca.
En su huida, Eurídice pisa una serpiente. La víbora hunde sus colmillos en la pantorrilla de la muchacha.
—¡Orfeo! —grita haciendo muecas de dolor.
Su novio acude. Entonces, Aristeo cree más prudente alejarse.
—¡Eurídice! ¿Qué ha ocurrido?
—Creo... que me mordió una serpiente.
Orfeo abraza a su novia, cuya mirada se nubla. Pronto acuden de todas partes las hamadríades y los invitados.
—Eurídice... te suplico, ¡no me dejes!
—Orfeo, te amo, no quiero perderte...
Son las últimas palabras de Eurídice. Jadea, se ahoga. Es el fin, el veneno ha hecho su trabajo. Eurídice ha muerto.
Alrededor de la joven muerta, resuenan ahora lamentos, gritos y gemidos.
Orfeo quiere expresar su dolor: toma su lira e improvisa un canto fúnebre que las hamadríades repiten en coro. Es una queja tan conmovedora que las bestias salen de sus escondites, se acercan hasta la hermosa difunta y unen sus quejas a las de los humanos. Es un canto tan triste y tan desgarrador que, del suelo, surgen aquí y allá miles de fuentes de lágrimas.
—¡Es culpa de Aristeo! —acusa de golpe una de las hamadríades.
—Es verdad. ¡He visto cómo la perseguía!
—Malvado Aristeo... ¡Destruyamos sus colmenas!
—Sí. Matemos todas sus abejas. ¡Venguemos a nuestra amiga Eurídice!



Orfeo no tiene consuelo. Asiste a la ceremonia fúnebre sollo­zando. Las hamadríades, emocionadas, le murmuran:
—Vamos, Orfeo, ya no puedes hacer nada. Ahora, Eurídice se encuentra a orillas del río de los infiernos, donde se reúnen las sombras.
Al oír estas palabras, Orfeo se sobresalta y exclama:
—Tienen razón. Está allí. ¡Debo ir a buscarla!
A su alrededor, se escuchan algunas protestas asombradas. ¿El dolor había hecho a Orfeo perder la razón? ¡El reino de las sombras es un lugar del que nadie vuelve! Su soberano, Hades, y el horrible monstruo Cerbero, su perro de tres cabezas, velan por que los muertos no abandonen el reino de las tinieblas.
—Iré —insiste Orfeo—. Iré y la arrancaré de la muerte. El dios de los infiernos consentirá en devolvérmela. ¡Sí, lo convenceré con el canto de mi lira y con la fuerza de mi amor!



La entrada en los infiernos es una gruta que se abre sobre el cabo Ténaro. ¡Pero aventurarse allí sería una locura!
Orfeo se ha atrevido a apartar la enorme roca que tapa el orifi­cio de la caverna; se ha lanzado sin temor en la oscuridad. ¿Desde hace cuánto tiempo que camina por este estrecho sendero? Ense­guida, gemidos lejanos lo hacen temblar. Luego, aparece un río subterráneo: el Aqueronte, famoso río de los dolores...
Orfeo sabe que esa corriente de agua desemboca en la laguna Estigia, cuyas orillas están pobladas por las sombras de los difun­tos. Entonces, para darse ánimo, entona un canto con su lira. ¡Y sobreviene el milagro: las almas de los muertos dejan de gemir, los espectros acuden en muchedumbre para oír a este audaz via­jero que viene del mundo de los vivos!
De repente, Orfeo ve a un anciano encaramado sobre una embarcación. Interrumpe su canto para llamarlo:
—¿Eres tú, Caronte? ¡Llévame hasta Hades!
Subyugado tanto por los cantos de Orfeo como por su valentía, el barquero encargado de conducir las almas al soberano del reino subterráneo hace subir al viajero en su barca. Poco después, lo de­ja en la otra orilla, frente a dos puertas de bronce monumentales. ¡Allí están, cada uno en su trono, el temible dios de los infiernos y su esposa Perséfone! A su lado, el repulsivo can Cerbero abre las fauces de sus tres cabezas; sus ladridos llenan la caverna.


Hades mira despectivo al intruso:
—¿Quién eres tú para atreverte a desafiar al dios de los infiernos?
Entonces, Orfeo canta. Acompañando el canto con su lira, alza una súplica en tono desgarrador:
—Noble Hades, ¡mi valentía nace solamente de la fuerza de mi amor! De mi amor hacia la bella Eurídice, que me ha sido arre­batada el día mismo de mi boda. Ahora, ella está en tu reino. Y vengo, poderoso dios, a implorar tu clemencia. ¡Sí, devuélveme a mi Eurídice! Déjame regresar con ella al mundo de los vivos.
Hades vacila antes de echar a este atrevido. Vacila, pues incluso el terrible Cerbero parece conmovido por ese ruego: el monstruo ha dejado de ladrar. ¡Se arrastra por el suelo, gimiendo!
—¿Sabes, joven imprudente —declara Hades señalando las puertas— que nadie sale de los infiernos? ¡No debería dejarte ir!
—¡Lo sé! —respondió Orfeo—. ¡No temo a la muerte! Puesto que he perdido a mi Eurídice, perdí toda razón de vivir. ¡Y si te niegas a dejarme partir con ella, permaneceré entonces aquí, a su lado, en tus infiernos!
Perséfone se inclina hacia su esposo para murmurarle algunas palabras al oído. Hades agacha la cabeza, indeciso. Por fin, tras una larga reflexión, le dice a Orfeo:
—Y bien, joven temerario, tu valor y tu pena me han conmovi­do. Que así sea: acepto que partas con tu Eurídice. Pero quiero poner tu amor a prueba...
Una oleada de alegría y de gratitud invade a Orfeo.
—¡Ah, poderoso Hades! ¡La más terrible de las condiciones será más dulce que la crueldad de nuestra separación! ¿Qué de­bo hacer?
—No darte vuelta para mirar a tu amada hasta tanto no ha­yan abandonado mis dominios. Pues serás tú mismo quien la conduzca fuera de aquí. ¿Me has comprendido bien? ¡No debes mirarla ni hablarle! Si desobedeces, Orfeo, ¡perderás a Eurídice para siempre!
Loco de alegría, el poeta se inclina ante los dioses.
—Ahora vete, Orfeo. Pero no olvides lo que he decretado.
Orfeo ve que las dos hojas de la pesada puerta de bronce se entreabren chirriando.
—¡Camina delante de ella! ¡No tienes derecho a verla!
Rápidamente, Orfeo toma su lira y se dirige hacia la barca de Caronte. Lo hace lentamente, para que Eurídice pueda seguirlo. ¿Pero, cómo estar seguro? La angustia, la incertidumbre le arran­can lágrimas de los ojos. Está a punto de exclamar: "¡Eurídice!", pero recuerda a tiempo la recomendación del dios y se cuida de no abrir la boca. Apenas sube a la barca de Caronte, siente que la embarcación se bambolea por segunda vez. ¡Eurídice, pues, se ha unido a él! Refunfuñando por el sobrepeso, el viejo barquero emprende el camino contra la corriente.
Finalmente, Orfeo desciende en tierra y se lanza hacia el ca­mino que conduce al mundo de los vivos... Pronto, se detiene para oír. A pesar de las corrientes de aire que soplan en la caver­na, adivina el roce de un vestido y el ruido de pasos de mujer que siguen por el mismo sendero. ¡Eurídice! ¡Eurídice! Escala las rocas de prisa para reunirse con ella lo antes posible. Pero, ¿y si se está adelantando demasiado? ¿Y si ella se extravía?
Dominando su impaciencia, disminuye la velocidad de su andar, atento a los ruidos que, a sus espaldas, indican que Eurí­dice lo está siguiendo. Pero cuando vislumbra la entrada de la caverna a lo lejos, una espantosa duda lo asalta: ¿y si no fuera Eurídice? ¿Y si Hades lo ha engañado? Orfeo conoce la crueldad de la que son capaces los dioses, ¡sabe cómo estos pueden bur­larse de los desdichados humanos! Para darse ánimo, murmura:
—Vamos, sólo faltan algunos pasos...
Con el corazón palpitante, Orfeo da esos pasos. ¡Y de un salto, llega al aire libre, a la gran luz del día!
—Eurídice... ¡por fin!
No aguanta más y se da vuelta.
Y ve, en efecto, a su amada.
En la penumbra.
Pues, a pesar de que sigue sus pasos, ella aún no ha franqueado los límites del tenebroso reino. Y Orfeo comprende súbitamente su imprudencia y su desgracia.
—Eurídice... ¡no!
Es demasiado tarde: la silueta de Eurídice ya se desdibuja, se diluye para siempre en la oscuridad. Un eco de su voz lo alcanza:
—Orfeo... ¡adiós, mi tierno amado!
El enorme bloque se cierra sobre la entrada de la caverna. Orfeo sabe que es inútil desandar el camino de los infiernos.
—Eurídice... ¡Por mi culpa te pierdo una segunda vez!



Orfeo está de vuelta en su país, Tracia. Ha contado sus desdi­chas a todos aquellos que cruzó en su camino. La conciencia de su culpabilidad hace que su desesperación sea ahora más intensa que antes.
—Orfeo —le dicen las hamadríades—, piensa en el porvenir, no mires hacia atrás... Tienes que aprender a olvidar.
—¿Olvidar? ¿Cómo olvidar a Eurídice? No es mi atrevimiento lo que los dioses han querido castigar, sino mi excesiva seguridad.
La desaparición de Eurídice no ha privado a Orfeo de su ne­cesidad de cantar: día y noche quiere comunicar a todos su dolor infinito... Y los habitantes de Tracia no tardan en quejarse de ese duelo molesto y constante.
—¡De acuerdo! —declara Orfeo—. Voy a huir del mundo. Voy a retirarme lejos del sol y de las bondades de Grecia. ¡Así, ya nadie me oirá cantar ni gemir!



Siete meses más tarde, Orfeo llega al monte Pangeo. Allí, alegres clamores indican que una fiesta está en su plenitud. Bajo inmensas tiendas de tela, beben numerosos convidados. Algunos, ebrios, cor­tejan de cerca a mujeres que han bebido mucho también. Cuando Orfeo está dispuesto a seguir su camino, unas muchachas lo llaman:
—¡Ven a unirte a nosotros, bello viajero!
—¡Qué magnífica lira! ¿Así que eres músico? ¡Canta para nosotros!
—Sí. ¡Ven a beber y a bailar en honor de Baco, nuestro amo!
Orfeo reconoce a esas mujeres: son las bacantes; sus banque­tes terminan, a menudo, en bailes desenfrenados. Y Orfeo no tiene ánimo para bailar ni para reír.
—No. Estoy de duelo. He perdido a mi novia.
—¡Una perdida, diez encontradas! —exclamó en una carcajada una de las bacantes, señalando a su grupo de amigas—. ¡Toma a una de nosotras por compañera!
—Imposible. Nunca podría amar a otra.
—¿Quieres decir que no nos crees lo suficientemente hermosas?
—¿Crees que ninguna de nosotras es digna de ti?
Orfeo no responde, desvía la mirada y hace ademán de partir. Pero las bacantes no están dispuestas a permitírselo.
—¿Quién es este insolente que nos desprecia?
—¡Hermanas, debemos castigar este desdén!
Antes de que Orfeo pueda reaccionar, las bacantes se lanzan sobre él. Orfeo no tiene ni energía ni deseos de defenderse. Des­de que ha perdido a Eurídice, el infierno no lo atemoriza, y la vida lo atrae menos que la muerte.
Alertados por el alboroto, los convidados acuden y dan fin al infortunado viajero que se atrevió a rechazar a las bacantes. En su ensañamiento, las mujeres furiosas desgarran el cuerpo del desdi­chado poeta. Una de ellas lo decapita y se apodera de su cabeza, la toma por el cabello y la arroja al río más cercano. Otra recoge su lira y también la tira al agua.



La noticia de la muerte de Orfeo se extiende por toda Grecia.
Cuando las musas se enteran, acuden al monte Pangeo, que las bacantes ya habían abandonado. Piadosamente, las musas re­cogen los restos del músico.
—¡Vamos a enterrarlo al pie del monte Olimpo! —deciden—. Le edificaremos a Orfeo un templo digno de su memoria.
—¿Pero, y su cabeza? ¿Y su lira?
—Ay, no las hemos encontrado.
Nadie volvió a ver jamás la cabeza de Orfeo ni su lira.
Pero durante la noche, cuando uno pasea por las orillas del río, a veces, sube un canto de asombrosa belleza. Parece una voz acompañada por una lira.
Aguzando el oído, se distingue una triste queja.
Es Orfeo llamando a Eurídice.



Filemón y Baucis




A Zeus, el más poderoso de los dioses, le gustaba bajar a la Tierra. Disfrazado de simple viajero, se mezclaba entonces entre los humanos para observarlos, ponerlos a prueba o seducirlos...
Aquel día, acompañado de su hijo Hermes, que también era su cómplice, caminaba por las rutas de Frigia. Como caía la no­che, las dos divinidades entraron en un pueblo de casas de rica apariencia.
—¡Ya era hora! —exclamó Hermes señalando el cielo, donde se acumulaban las nubes.
Zeus se encogió de hombros. La lluvia no le preocupaba, y la tormenta aún menos: ¿acaso él no comandaba el rayo?
—¡Bueno! —exclamó—, he aquí un pueblo que me parece próspero. Veamos si sus habitantes nos ofrecen un techo...
Justamente, el dueño de una lujosa mansión estaba por entrar en su morada. Zeus se dirigió a él:
—Noble señor, ¿aceptarías brindar hospitalidad a estos dos viajeros rendidos?
El hombre apenas miró a los desconocidos. Se apresuró a en­trar en su casa y cerró la puerta, cuyo pestillo de madera cayó pesadamente. Ante el rostro desconcertado de su padre, Hermes estalló en una carcajada. Señaló sus vestimentas y dijo:
—¡Hay que decir que con estas ropas ridículas no inspiramos demasiado respeto! ¿Quién creería que son dioses los que se es­conden detrás de estos harapos?
Llamaron a la puerta de la segunda casa, cuya fachada era tan opulenta como la de la primera. Transcurrió un largo rato hasta que apareció, en el hueco de la puerta, el rostro de un hombre maduro. Bordados de plata adornaban su túnica.
—¿Qué pasa? —gruñó mirándolos de arriba abajo desconfiado—. ¿Quiénes son ustedes?
—Extranjeros que pedimos...
—¿Extranjeros? ¡Sigan de largo!
Con estas cálidas palabras, el dueño de casa les cerró la puerta en la cara. Ya comenzaban a caer las gotas de lluvia.
—Padre —dijo Hermes—, ¿no crees que deberíamos regresar al Olimpo? Mis sandalias aladas...
—Llama a esta otra puerta.
Suspirando, Hermes obedeció. Esta vez, les abrió un joven esclavo1; su expresión era temerosa y, sobre sus hombros, se adi­vinaban marcas de latigazos.
—¡Ah, joven! —exclamó Zeus—. Mi hijo y yo estamos extenuados. ¿Tu amo nos concedería su hospitalidad?
Los dioses vieron en la sala principal una enorme mesa bien provista alrededor de la cual numerosos comensales celebraban un festín. Se oían cantos y risas. El joven esclavo les susurró:
—¡Ay, las consignas son estrictas! Sólo debo dejar entrar a los invitados. Mi amo odia a los intrusos.
—No se enterará de nada —dijo Hermes, sacando una moneda de su bolsillo—. Seremos discretos. ¡Y un lugar en el establo nos bastará!
—Imposible... Oh, creo que ahí viene. ¡Aléjense antes de que los eche con sus perros!
La lluvia, ahora, era intensa.
—Padre —protestó Hermes—, ¿por qué obstinarnos? ¡Vistamos, al menos, nuestros mejores trajes! Ya que no logramos despertar compasión, inspiremos confianza.
—De ninguna manera. Quiero saber hasta dónde llegan el egoísmo y la arrogancia de la gente de este pueblo.
Al cabo de una hora, ya sabían a qué atenerse: ninguno de los habitantes del pueblo los había invitado a entrar. A veces, se habían limitado a gritarles, desde detrás de la puerta cerrada, que busca­ran hospitalidad en otro sitio; otras veces, a pesar de que luces y voces indicaban que la vivienda se hallaba habitada, no habían obtenido respuesta a sus llamados y a sus repetidos golpes.
Zeus se sentía herido.
—¿Cómo castigar a estos groseros?
—Nos estamos empapando. ¡Regresemos al Olimpo!
—Espera. Todavía, queda una última casa...
—¿Esa choza miserable, a un lado del camino?
—Mira: se filtra una pálida luz por la ventana.
Se acercaron y llamaron a la puerta. Les abrió una pareja de ancianos. A juzgar por su delgadez, no debían saciar su hambre todos los días. Pero su rostro expresaba dulzura y calma. La mu­jer, preocupada, les dijo enseguida:
—¡Desdichados, afuera bajo la lluvia, a esta hora! Entren rápido a secarse.
Los dioses disfrazados se instalaron frente a la chimenea. El dueño de casa tomó el último leño de una magra pila de madera para arrojarlo al hogar y reavivar el fuego. Zeus hizo notar a su hi­jo el altar doméstico donde habían depositado algunas ofrendas, prueba de que esos humanos honraban, a menudo, a los dioses.
—Cuando hayan entrado en calor —dijo su anfitrión mostran­do la mesa—, compartirán nuestra comida. Desgraciadamente, se­rá modesta: no tenemos más que un poco de sopa y pan para ofrecerles. ¿Baucis, puedes agregar dos cuencos?
La anciana obedeció mientras su marido partía el pan en cuatro, reservando las partes más grandes para sus invitados.
—¿Filemón? —exclamó de golpe la mujer—. Estoy pensando: nuestro ganso...
—Tienes razón, Baucis —respondió el anciano sonriendo—. No nos atrevíamos a matarlo, ¡pero esta es una buena ocasión!
Conmovidos por la amabilidad de su anfitrión, los dioses quisieron impedírselo, pero este ya había salido en su busca. Al volver, sostenía por las patas a un ganso tan delgado como sus dueños. El animal, que debía comprender lo que le esperaba, chillaba con desesperación.
Hasta entonces, Zeus y Hermes no habían reaccionado. De común acuerdo, decidieron revelar su identidad. Cambiaron de repente sus harapos empapados por trajes secos y dignos de su condición. Sus anfitriones, todavía, no habían visto nada de ese prodigio: ¡estaban demasiado ocupados corriendo detrás de su ganso! En efecto, el ave se les acababa de escapar y corría revo­loteando por la habitación. ¡Y tenía más energía que los dos ancianos que se habían lanzado tras él! Finalmente, terminó por refugiarse entre las piernas de los dioses, sentados cerca del hogar. Fue recién en ese instante cuando Filemón y Baucis nota­ron los lujosos ropajes de sus visitantes y la nobleza de su porte. Estupefactos, comprendieron que no habían albergado a dos viajeros comunes y se prosternaron a sus pies. Con voz temblo­rosa, Filemón balbuceó:
—¡Nobles señores, sé que esta pobre cena es indigna de ustedes! Si me ayudaran a recuperar el ganso...
—Generoso Filemón —dijo Zeus levantándose—, me niego a que sacrifiques a este animal. Y a ti, Baucis, te agradezco esta comida que querías compartir con nosotros. ¡Que esté a la al­tura de su acogida!
En un segundo, la mesa se cubrió de carnes jugosas, de aves asadas y de vajilla de plata que desbordaba de delicados manja­res. Los dos ancianos, que jamás habían visto nada parecido, abrieron desmesuradamente los ojos.
—Sepan, Filemón y Baucis, que se encuentran ante Zeus y Hermes. Esta noche, compartirán la cena habitual de los dioses...
Los ancianos asistieron, sin duda, al festín más grande de sus vidas. Pero si Zeus y Hermes habían querido recompensar la hospitalidad de la pareja, también buscaban castigar la ingrati­tud de aquellos que se la habían negado. Una vez terminada la comida, condujeron en la oscuridad a Filemón y a Baucis fuera de la cabaña. Dóciles y temblorosos, unieron sus manos como si temieran perderse.
La lluvia había cesado. Aunque, en realidad, sólo había dejado de caer sobre sus cabezas y, en cambio, parecía haberse redoblado en la llanura que acababan de abandonar. Con su índice que se­ñalaba las nubes, Zeus hizo resurgir los rayos; tronó el cielo; y un verdadero diluvio se abatió sobre el pueblo. Abrazados uno a otro, Filemón y Baucis se preguntaban acerca del destino que los dio­ses les reservaban.
Cuando llegó el alba, ya no quedaba nada del pueblo. Y una vez que las aguas se retiraron, sólo emergió el techo de una choza.
—¡Nuestra cabaña! —exclamaron Filemón y Baucis.
—¡Que, de ahora en más, sea un templo! —decretó Zeus.
De inmediato, delante de los ojos pasmados de los ancianos, la pobre casucha se transformó en un magnífico monumento de columnas de mármol.
—Ahora —les dijo Zeus—, quiero demostrarles mi agradeci­miento. ¡Expresen sus deseos, y se cumplirán!
Sorprendidos, Filemón y Baucis se consultaron con la mirada.
—Dios poderoso —respondió, al fin, Filemón—, déjanos conver­tirnos en los guardianes de este templo, así podremos honrarte durante mucho tiempo.
Hermes no pudo evitar una broma:
—¿Mucho tiempo? ¿Pero cuántos años más esperas vivir?
—Y bien, gran Zeus —agregó entonces la anciana Baucis—, permíteme sumar un deseo al de mi esposo: me gustaría vivir todavía la mayor cantidad de tiempo posible junto a él.
Zeus reflexionó. Buscaba la manera de complacer el extraño pedido de aquellos ancianos. Sólo los dioses —y, en muy rara oca­sión, los héroes— podían aspirar a la inmortalidad.
—¿Cómo? —se asombró Hermes—. ¿No están cansados el uno del otro?
—No —respondió Baucis sonriendo—. Cuando nos conocimos y nos enamoramos, no éramos más que niños. Desde entonces, jamás nos hemos separado.
—Y durante todos estos años —preguntó Zeus—, ¿no sintieron ganas de separarse después de una pelea...?
—No —confesó Filemón—. La Discordia, esa divinidad malhe­chora, nos ha evitado siempre.
De repente, Zeus comprendió por qué esa pareja enternecedora los había albergado tan espontáneamente: los ancianos se amaban. Quizá, residía allí el secreto de su hospitalidad. Quien no puede brindar amor a quien está a su lado, ¿cómo podría brindarlo a desconocidos? Al unísono, los ancianos concluyeron:
—¡Nuestro deseo más entrañable es morir al mismo tiempo!
Hermes dirigió a su padre una mirada divertida. Por una vez, simples humanos daban a los dioses una lección de humildad. Zeus, en efecto, se peleaba a menudo con Hera, su esposa...
—¡Que así sea! —decretó Zeus, tan conmovido como impresio­nado—. Me comprometo, Filemón y Baucis, a cumplir sus deseos.
Entonces, atravesó el cielo un rayo enceguecedor.
Cuando, por fin, los dos ancianos pudieron abrir los ojos, estaban solos en la colina.
Aún turbados por los recientes acontecimientos, dudaron lar­go tiempo antes de retornar a la llanura donde se erigía el templo que sería su nueva morada. Y al llegar, tuvieron la sorpresa de ser recibidos por un ave que avanzaba hacia ellos contoneándose con satisfacción.
En su generosidad, Zeus había salvado al ganso.



Pasaron los años.
Tan fieles a su palabra como a su amor, Filemón y Baucis fueron hasta el fin los guardianes del templo de Zeus. Los pe­regrinos que volvían año tras año comprobaban, asombrados, que el paso del tiempo no tenía poder alguno sobre esos ancia­nos acogedores y generosos.
Pero como Filemón y Baucis eran simples mortales, fue nece­sario que Zeus pusiera término a sus vidas. Un día que estaban tomados de la mano cerca del templo, constataron que sus cuer­pos se iban endureciendo como si fueran de piedra. Al poco tiempo, eran incapaces de moverse. Este hecho no alteró la sere­nidad de ambos.
—Creo que es el fin —dijo Filemón—. Baucis, te amo.
—Es el fin —respondió Baucis—. Te he amado siempre.
Fueron las últimas palabras que pronunciaron.
Poco a poco, sus cuerpos se cubrieron de corteza. Sus rostros se transformaron en follaje. Sus manos se convirtieron en ramas y sus dedos, en otras ramas, pero más pequeñas. Y, puesto que se encontraban muy cerca uno del otro, sus follajes se enlazaron en el mismo tierno verdor.
Se volvieron tan altos y tan bellos que, enseguida, sus sombras confundidas recubrieron el templo.
¿Cuántos siglos vivieron así, uno junto a otro? Nadie lo sabe. Con el tiempo, el templo todo terminó por convertirse en ruinas. Pero aún hoy, donde se encontraba Frigia, dicen que se puede ver un viejo tilo junto a un roble milenario.
Viajero, si un día pasas por allí, y ves un tilo y un roble cerca de algunas antiguas piedras, piensa que la vegetación es como la hospitalidad: se cultiva y se renueva. Y recuerda la historia de Fi­lemón y de Baucis.


La historia de Filemón y de Baucis la relata el poeta latino Ovidio (siglo i) en sus Metamorfosis

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1 Los esclavos eran, generalmente, prisioneros de guerra y, muy a menudo los amos los maltrata­ban abusando de su poder.




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